lunes, 29 de julio de 2019

EL TERREMOTO DE EL TOCUYO ..“HOY LA LUNA PARECE UN DOBLÓN DE ORO…” Por José María Giménez

EL TERREMOTO DE EL TOCUYO
Autor : Jose Maria Jimenez
   
  En los apuntes autobiográficos del artista José María Giménez, el reconocido tocuyano narra con mucha intensidad los acontecimientos que rodearon ese suceso que trastocó su vida y la de muchos habitantes de esa colonial localidad. A partir de ese momento El Tocuyo cambió radicalmente y surgió prácticamente de entre las ruinas.
Compilado por Freddy Jiménez

EL TERREMOTO: “HOY LA LUNA PARECE UN DOBLÓN DE ORO…”
Por José María Giménez

     La tarde estrenaba un cielo tan profundamente azul que no había una nube que se atreviera a enturbiarlo. Un calor sofocante fermentaba del suelo y un silencio agorero rondaba por los cerros vecinos.
    El viejo reloj del Templo de San Francisco languidecía de angustia en su incansable contar de los minutos y las golondrinas se paraban sobre sus agujas adelantando la hora de las cinco de la tarde.
Hacía pocas horas mi esposa Carolina había llegado de Humocaro Alto con nuestros hijos para disfrutar en El Tocuyo las vacaciones escolares. Se alojó en una pequeña vivienda en el barrio El Calvario que yo le había comprado a mi madre cuando recibí la herencia de mi tío Altidoro para que contara donde vivir. Carolina me dijo que su propósito era aprovechar el tiempo visitando a nuestros amigos y hacer un recorrido por el pueblo conociendo los monumentos coloniales.
De acuerdo a nuestro itinerario bajamos la colina de El Calvario hacia la ciudad extendida en el valle, silenciosa y tranquila. 
    Fuimos a casa de don José Antonio “Toño” Tovar Lozada, mi amigo de la infancia con quien compartí los inocentes juegos infantiles en el Barrio Abajo. Hombre de empresa y de importantes iniciativas, quien prestó a la ciudad servicios invalorables como presidente del Concejo y fue útil a la comunidad como ciudadano trabajador.
     Después visitamos la casa de José González, un tocuyano de cepa, preocupado por las reliquias, tradiciones y fechas aniversarias de la ciudad, quien en su juventud se vio obligado a ayudar a sus padres con trabajos ordinarios, etapa que superó cuando fraternizó con los intelectuales, quienes despertaron su vocación periodística y fue corresponsal de “El Nacional” por muchos años.
Fuimos a la casa de Federico Peraza Yépez, mi inolvidable amigo de farras bohemia a quien aprecié mucho por su capacidad intelectual y su afecto por su ciudad nativa. Escritor de brillante inteligencia que tuvo el honor de acompañar al poeta Roberto Montesinos en sus labores en la Dirección de su famosa publicación “La Quincena Literaria” donde colaboraron los más importantes escritores de la nueva retoñada de intelectuales.

     Finalmente visitamos la casa de Robiro Asuaje, periodista de inagotable vena humorística, nativo de Boconó, arraigado a El Tocuyo como hijo adoptivo, donde fundó un honorable hogar, cuya capacidad intelectual llenó un largo período de gracia festiva y sana ironía con su célebre semanario “Morisquetas”, esperado con satisfacción por el público todos los domingos a las primeras horas de la mañana. Compartimos con él y nos contó chistes que tenía a flor de labios y al despedirnos nos aconsejó amarráramos a los muchachos que nos acompañaban a fin de no se nos extraviaran en el camino.

       En seguida comenzamos a visitar los lugares históricos y monumentos coloniales que mi esposa no conocía porque llegaba a El Tocuyo de paso.
El Convento de Los Ángeles, construido para sede de la Cofradía Religiosa de los Padres Franciscanos. Esta reliquia colonial ha servido, al pasar del tiempo, de asiento de diferentes instituciones: A inicios del siglo XIX se instaló allí el Colegio Nacional de El Tocuyo, luego sirvió de Cuartel Militar, posteriormente sede del Poder Civil; a partir de 1948 fue albergue del Colegio Federal, que luego sería llamado Liceo “Eduardo Blanco” y en la actualidad “Casa de la Cultura”, donde están instaladas varias instituciones culturales y artísticas que enaltecen la ciudad. Es un majestuoso edificio colonial que abarca media manzana y es la única reliquia cuatricentenaria que resistió la acometida impetuosa del terremoto, quedando intacta.
Fuimos a las Ruinas del Templo de Belén y mi esposa se impresionó por el estado de abandono en que se encontraba aquella reliquia colonial, siempre convertido en refugio de mendigos y dementes, abandonado a su suerte desde hace muchos años a pesar de haber sido declarado Monumento Nacional por Decreto del Gobierno Nacional.

      Al fin llegamos al Templo La Concepción, invalorable joya colonial de maravillosos altares labrados en madera dorada al fuego. En el centro del Altar Mayor reposa la imagen de la Sagrada Inmaculada Concepción, preciosa escultura tallada en España y donada por el Rey Felipe Segundo en la colonia a la ciudad de El Tocuyo en reconocimiento a su lealtad al reino.
Carolina llegó hasta el atrio del Templo porque sintió un vago temor de que las naves se les vinieran encima en un presentimiento de tragedia. De allí salió impresionada de ver aquella imponente construcción de calicanto y resolvimos salir presurosos a nuestra casa de El Calvario donde mi madre nos esperaba.

     Nos encaminamos a nuestra casa y por la calle comentamos las diversas impresiones recibidas en nuestro trayecto. Cuando pasamos por la casa de mi amigo Rubén Lozada recordé que tenía que terminar de pintarle un paisaje empezado, en el día anterior, en un separador del corredor de la casa. Me despedí de mi señora y le dije que yo llegaría más tarde a la casa porque necesitaba terminar mi compromiso. 
       Allí me encontré con mi fraternal amigo Federico Peraza; Rubén salía de viaje para Acarigua para llevar unos encargos de cajas de cocuy, producto del alambique “San Antonio” que administraba propiedad de su suegro Don Juan Isidro Mambel. Antes de abordar la camioneta nos regaló un litro del famoso producto para que nos divirtiéramos mientras yo terminaba mi obra. Le exigí que me acompañara y entablamos una cordial charla amenizada de anécdotas y chistes mientras se deslizaba el tiempo sin darnos cuenta.
Al cabo de algún tiempo Federico se despidió de mí porque tenía otros compromisos que cumplir, lamentando su ausencia ya que “todavía nos quedaba mucha conversación”, refiriéndose al litro que estaba casi entero.
      Como a la media hora de encontrarme solo sentí un leve estremecimiento de tierra seguido de un sordo ruido subterráneo que parecía falsear los cimientos de la casa.
Previniendo lo que seguidamente acontecería salté al patio descubierto para protegerme de una nueva sacudida, cuando en efecto un temblor más prolongado que el primero me obligó a separar las piernas para no perder el equilibrio.
     Fue cuando presencié impávido que en un acto de heroísmo increíble una mujer del servicio atravesó el corredor dando traspiés, penetró en un cuarto y sacó entre sus brazos una niña llorando que dormía en una cuna. Había salvado una vida inocente porque al poco rato se vinieron abajo las techumbres estrepitosamente.
Yo por temor a un nuevo sacudimiento esperé un poco y de repente en una audaz determinación de vida o muerte brinqué el portón pasando el zaguán, descorrí el cerrojo y salí corriendo como alma que lleva el diablo.
Encontré mucha gente despavorida en sentido contrario, a quienes no hacía caso por la urgencia de saber de los míos.
En mi barrio encontré a mi madre, mi esposa y mis hijos sanos y salvos, sentí una gran alegría. Al llegar me derribé al suelo acezando de cansancio y mi esposa me trajo un vaso de agua que casi no podía tragar.
Cuando me serené dirigí una mirada a la ciudad duramente golpeada por la naturaleza y me impresionó ver que de los escombros de sus ruinas se levantaba una enorme columna de polvo que parecía un gigante hongo de una explosión atómica.
Desde temprano los hombres y las mujeres no cesaban de contarse mutuamente el sitio y lo que estaban haciendo en el momento que se sintió el terremoto.
Cuando el manto del obscuro anochecer cubrió la ciudad observamos que el servicio del alumbrado público había sido interrumpido porque los cables de los postes se reventaron cuando éstos se vinieron abajo.
Una menuda lluvia empezó a caer del encapotado cielo recrudeciendo la situación de angustia de la ciudadanía.
Yo me vi obligado a sacar de mi casa en ruinas una mesa de comer, la cubrimos por los lados con frazadas y metimos a nuestros hijos que titiritaban de frío.
Cuando escampó un poco una multitud de vecinos sacó de una Capilla cercana una Imagen de Santa María de la Cabeza y salió en romería por las calles del barrio, la gente se reunía a su alrededor ofreciéndole promesas y prendiéndole velas para que se aplacara los temblores que se repetían a cada momento.
Mi esposa se acercó a la Virgen, se santiguó y de rodillas le suplicó que interviniera ante el Todopoderoso y con voz alta le decía:
- Virgen Santísima, no lo haga por nosotros que somos pecadoras, hágalo por esos niños que son inocentes.
Y ellos asustados debajo de la mesa repetían:
- Nosotros somos inocentes, nosotros somos inocentes.
Cuando la romería se alejó con su séquito de devotos se escuchaba a lo lejos el rumor de las interminables oraciones y el barrio quedó desamparado de la protección divina.
A medianoche se acercó a nuestro grupo familiar un amigo borracho tambaleándose con un litro de cocuy en la mano, brindando a diestra y siniestra, y diciendo que era un aliciente para reconfortar el espíritu.
Yo me tomé varios tragos y cuando el licor me estaba haciendo efecto me acosté en el suelo, húmedo todavía, y me puse a mirar el cielo estrellado y tratando disimular el nerviosismo me puse hablar tonterías propias de mi estado.
Queriendo echar un chiste dije:
- Hoy la luna parece un doblón de oro con que nos paga la naturaleza los sustos que hemos pasado.
Alguien consideró de mal gusto el desplante mío y me dijo:
- Amigo, hay que conformarse con los designios de la naturaleza.
Al poco rato me dormí profundamente y por la madrugada me despertaron sobresaltado los gritos histéricos de mujeres que pregonaban en voz alta los detalles de la tragedia.
Yo fui de los primeros en abordar un Jeep de unos amigos con el que recorrimos las pocas calles que se podían transitar, porque estaban obstaculizadas por los escombros de las ruinas.
Muchas bodegas volcaron sus estanterías y armaduras sobre las aceras, donde se veían dispersos sus artículos de la venta diaria y sus dueños estaban empezando a recoger los regueros.
Muchas casas desplomadas fueron abandonadas por sus ocupantes por temor a nuevos movimientos de tierra. Esta circunstancia dio oportunidad a los rapaces que andaban apropiándose de lo ajeno y el Gobierno se vio precisado a ordenar estricta vigilancia en los lugares fáciles de robar.
A los pocos días empezó la emigración de las personas, cuyas viviendas quedaron inhabitables, a los pueblos vecinos.
Las Autoridades Sanitarias ordenaron la instalación de Alcabalas Móviles con brigadas de enfermeras que se ocupaban de vacunar a cuanto salían de El Tocuyo a objeto de controlar la propagación de epidemias.
Interminables colas de camiones y automóviles cargados de familias, útiles caseros y hasta animales domésticos salían en dolientes caravanas hacia otros lugares.
A nuestra casa en ruinas acudieron el día siguiente familiares que nos ofrecieron ayuda y alojo en Barquisimeto mientras se normalizara la situación.
Aceptamos la generosa sugerencia y nos sometimos a nuestra condición de tránsfugas de nuestra querida ciudad.
Para nosotros era un sacrificio acostumbrarnos a vivir bajo techo ajeno y soportar con paciencia las travesuras de nuestros pequeños hijos.
Cuando salíamos por las calles en grupos éramos objeto de la curiosidad pública y escuchábamos que la gente decía con lástima:
- Esos deben ser damnificados del terremoto de El Tocuyo.
Pasado algún tiempo mi esposa se fue a su trabajo docente en el campo en el caserío La Mesa y yo decidí regresar al foco de los acontecimientos.

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