lunes, 24 de septiembre de 2012

TO3 Campo Antiguerrillero El Tocuyo

    No es una obra literaria, pertenece al género de los documentos históricos: nos revela la depravada situación moral de un sistema que esconde la violencia bajo la máscara amable del parlamentarismo y la democracia representativa. Nos muestra hasta donde puede llegar el odio, la represión sistemática, calculada, brutal. Pero también es testimonio de permanentes valores existenciales: es la demostración de la dignidad y la entereza de un joven que durante meses debió afrontar las formas más viles del terror policial.

Efraín Labana Cordero, buhonero, habla frente a cinta magnetofónica de su experiencia de once meses de alucinante pesadilla.


Efraín Labana Cordero

Prólogo


Un Hombre que Cuenta

    He meditado mucho antes de escribir esta presentación al testimonio de Efraín Labana. A veces pensé extenderme en un largo trabajo sobre la tortura. También en hacer un estudio de las formas represivas implantadas en el país en la última década; sobre la hipocresía del régimen democrático-representativo. Analizar las políticas que conviven bajo el techo de una constitucionalidad verbalista, hueca, negada a diario por la realidad.
Referirme a la dicotomía del poder en Venezuela: a un poder civil farisaico, con origen en el sufragio pervertido por el dinero y por los factores imperiales y oligárquicos que dominan a la opinión pública; y al poder militar, hipertrofiado como nunca, al lado del cual los regímenes militares del pasado semejan toscas maquinarias, pierden su valor simbólico y su agresiva plasticidad.

     Pensé en hacer una radiografía del complejo antiguerrillero que se ha estructurado en el país en los últimos años. El Ejército gestado al calor del anticomunismo militante y del temor de las oligarquías a los desarrollos latinoamericanos del hecho cubano. De un nuevo Ejército. O de un Ejército dentro del Ejército institucional de carácter histórico e inspiración bolivariana. Este nuevo Ejército tiene mandos propios y recibe enseñanza especial; que responde a una concepción continental de la lucha contra los movimientos de liberación ¾léase subversión en el diccionario oficial del panamericanismo¾, copia métodos extraños y ostenta, incluso, símbolos, colores y distintivos importados. Ejército que usa boinas verdes, uniformes diferentes, y es dirigido por oficiales que han hecho cursos en la llamada Escuela de las Américas de Panamá.

    Por cierto, ¿no tomarán conciencia de esta desnaturalización los Ejércitos latinoamericanos, cuyos orígenes se remontan a una concepción nacional y popular a la cual por mandato histórico deben ser fieles?.

He preferido, sin embargo, reducir los alcances de este trabajo. Los temas que pensaba abordar quedan para una próxima oportunidad. Considero que el testimonio de Efraín Labana constituye por sí sólo un documento revelador. Nada más expresivo de la situación de Venezuela en los últimos tiempos, que la experiencia narrada por Labana. Sus palabras no tienen sustituto ni en la realidad ni en la ficción. Ellas eximen de cualquier explicación adicional. Hacerlo es correr el riesgo de distraer la atención del lector o condicionarlo en forma que puede resultar contraproducente para el enfrentamiento posterior de éste a una narración tan nítida y espontánea. Las conclusiones deberá sacarlas el propio lector. Quien se acerque a este testimonio entrará en contacto con una realidad subterránea, escamoteada en la diaria información a la opinión pública. No se trata de un testimonio elaborado, o de una denuncia-clisé, ni del acostumbrado discurso político. Es una experiencia viva, narrada con singulares condiciones de naturalidad, que permite al lector captar en seguida la contradicción flagrante dentro de la cual viven los venezolanos.

    Los factores que determinan los hechos contados por Labana, las circunstancias políticas que en ellos concurren, el grado de bestialidad que opera en la conducta anti-insurreccional, están recogidos en este relato despojado de artificios.

     VENEZUELA ha vivido en distintas épocas la represión dictatorialista de corte tradicional. El 23 de enero de 1958 la nación salió de una situación de este tipo. Sobre los procedimientos utilizados durante esa etapa y la manera de conducirse en general los dictadores castrenses, la literatura política venezolana ha sido prolifera. El “perezjimenismo”, como fenómeno represivo, ha sido examinado al detalle. En cambio los diez años de democracia representativa están a la espera de un trabajo similar. Salvo contados documentos y testimonios, se ha dejado a la labor periodística de un sector concretamente a la llamada prensa de izquierda esa tarea. Con el inconveniente y hasta la desventaja de que cuanto material produce la izquierda es recibido, a causa de una tenaz propaganda adversa, con prevención. A ello también han contribuido cientos de excesos publicitarios; un tono de denuncia que no siempre es el más acertado y la ausencia de un trabajo responsable de recopilación, análisis y posterior edición de los correspondientes materiales que oriente a la opinión. Los analistas políticos, los estudiosos del tema y los dirigentes democráticos conscientes del fenómeno están en mora con el examen de la realidad represiva que la democracia representativa cuestionada por las masas populares ha engendrado; de su capacidad para jugar con ciertos principios y mitos que provocan engaños, mientras excede a cualquier otro régimen en los métodos de persecución.

    Prefiero por tanto no extenderme en consideraciones generales. El examen del contexto deberá hacerlo el propio lector a través del testimonio de Labana. Me limitaré a decir algunas cosas del personaje central, la manera como lo conocí y como surgió la idea de este reportaje.

     A comienzos de 1967 tuve las primeras noticias de un hombre que había sido brutalmente torturado en el Campo Antiguerrillero ubicado en las proximidades de El Tocuyo, Distrito Morán, Estado Lara. Allí tiene su asiento el Comando del TO-3, comúnmente conocido con el nombre de Urica.

En varias ocasiones he estado en el lugar. Una vez fui con una comisión parlamentaria. Otra vez lo hice por mi propia cuenta, ante la desesperada exigencia de una madre cuyo hijo tenía más de dos meses “desaparecido”, sospechándose que tuvieran allí. En esta oportunidad pude apreciar mejor el dispositivo militar. El Tocuyo es una ciudad donde se observan las huellas de una torpe reconstrucción, luego de los daños que sufriera con el terremoto de 1950. Calles mal trazadas, casas de pobre arquitectura, borraron la imagen colonial de la ciudad. Pero lo que más llama la atención de El Tocuyo, lo que de inmediato despierta la curiosidad del visitante, es la profusión de los efectivos y emplazamientos militares. Todo el ámbito de la ciudad y sus alrededores está dominado por el ejército. También el ánimo de sus habitantes. El temor nutre la diaria existencia de sus moradores. La actitud huidiza, evasiva, el comentario en voz baja, revelan una prolongada opresión producto del atropello sistemático, el estado de excepción y las leyendas e historias que las gentes comunican al forastero una vez que han entrado en confianza. En la ciudad funciona el Cuartel Corpahuaico, nombre que le viene de unos barrancales peruanos, próximos a la frontera con Bolivia, donde librara una victoriosa batalla el General tocuyano José de la Trinidad Morán en 1824, seis días antes de Ayacucho. La edificación fue planeada inicialmente para que sirviera de sede al Mercado Principal. Pero el Ejército la ocupó y desde entonces funciona como establecimiento militar y retén de detenidos. En la Prefectura también funciona otro retén. Algunos presos después de liberados me han contado que el traslado de los detenidos de un lugar a otro constituye una de las maniobras favoritas de las la autoridades. El sistema suelen ponerlo en práctica para burlar las investigaciones parlamentarias y judiciales. Mediante este truco resulta fácil negar a un detenido, ocultarlo por tiempo indefinido.

A una escasa distancia de la ciudad, en una colina desde donde se divisan los valles sembrados de caña, está el comando antiguerrillero. El centro de dirección opera en una vieja casa, amplia y rodeada de árboles. Por todas partes hay carpas. Una de mayores proporciones me llamó la atención y a una pregunta inquiriendo acerca de lo que había en ella, se me dijo: ¾”Ahí tenemos un equipo de transmisiones igual al que usan las tropas norteamericanas en Vietnam... ”. El informante no ocultaba el orgullo que le producía su utilización y dominio por los efectivos militares criollos de los modernos recursos técnicos que en otras latitudes emplea el Ejército Imperial. Bajando la colina por el lado contrario al que da hacia la ciudad, está el campo de aterrizaje. Para ese momento estaba en construcción; pero mi informante sostenía que era de primera. Al estar terminado, en él podrían aterrizar aviones grandes. “Cuando nos vayamos de aquí le dejaremos este regalo a los tocuyanos”, sostuvo mi acompañante con insistencia y satisfacción. Como queriendo significar con ello que El Tocuyo se modernizaba gracias a la presencia de la unidad antiguerrillera. 

CUANDO me llegaron las primeras noticias acerca de un hombre que había sido torturado e incomunicado durante varios meses en el Campo Antiguerrillero ubicado en El Tocuyo, el TO-3, mis informantes agregaron: “a ese hombre lo enterraron vivo”. Desde ese momento empecé a investigar. El caso tenía un especial significado. A lo largo de varios años he obtenido información sobre presos que fueron sometidos a los tormentos más crueles. Ahora se agregaba una nueva modalidad al suplicio. Al hombre de Urica se le había obligado a cavar su propia tumba y luego se le enterró. Con algunos presos que estuvieron en el Campo y que luego fueron trasladados a otras créceles o puestos en libertad, pude confirmar el rumor. Más las informaciones seguían siendo incompletas y confusas.

Algún tiempo después se produjo la confirmación a través de una carta procedente de Lima. En la referida carta, firmada por un ciudadano de apellido Labana ¾apellido que por cierto se prestaba a confusiones¾ este daba cuenta de su estadía en Urica y mencionaba el episodio del enterramiento. Además suministraba datos en torno a dos personas que estaban “desaparecidas”: Andrés Pasquier y Felipe Malaver. La esposa de este último, a quien le suministré la información, llegó a comunicarse telefónicamente con Labana en Lima y le pidió que regresara a fin de rendir el testimonio que poseía, confirmatorio de la detención de Malaver.

Un día, estando en mi oficina de trabajo, se presentó un hombre joven, de regular estatura y contextura delgada que me dijo: “Yo soy Efraín Labana”. A partir de ese momento sostuvimos largas conversaciones. Le pedí que me relatara su experiencia carcelaria y que me informara todo cuanto sabía sobre la detención de Pasquier y Malaver.

Labana es un narrador nato. Un hombre que cuenta con facilidad, con voz lenta, suavemente. No olvida detalles ni se pierde en aspectos que no tengan que ver directamente con el tema central de su exposición. De inmediato aprecié estas cualidades en él. Así como su firmeza, su humana sensibilidad. Su decisión de referir sin temor alguno todo cuanto le sucedió.

Algo que llamó la atención fue su sobriedad. Contaba lo que le había ocurrido sin odio, parecía no importarle el procedimiento al cual fue sometido. O pretendía despersonalizar el hecho; despojarlo de todo matiz subjetivo. En cambio, ponía énfasis y mostraba su angustia ante la suerte corrida por Pasquier y Malaver. A éste lo había conocido y todo su esfuerzo se orientaba a demostrar que efectivamente lo vio en Urica; que la negativa del Gobierno a aceptar la detención era una mentira destinada a encubrir inconfesables procedimientos.

Las Conversaciones con Labana se prolongaron y se hicieron más precisas. El tiempo y los hechos que se sucedían en el país me confirmaban en la necesidad de disponer de algunos testimonios irrefutables, con una proyección histórica. Tomé notas, verifiqué sus aseveraciones, constaté fechas, nombres de personajes y lugares. Me habló sobre su vida, su familia, su mundo afectivo del Barrio Lídice, las ocupaciones que había tenido, su experiencia como buhonero. Me relató una y otra vez su detención, los sitios a donde fue llevado. Me describió sin variar ningún detalle, en una y otra oportunidad, aquella monstruosa ceremonia de enterramiento de la cual había sido víctima. Pero, repito, su interés mayor consistía en demostrar que él si había visto en el Campo Antiguerrillero, en celdas vecinas, a Pasquier y a Malaver. Una tarde estando en mi casa, con su característica discreción, me dijo: “hay algo, doctor, que no le he contado”. Y en seguida me relató el suplicio con fuego al cual fue sometido después del simulacro de entierro. Cuando concluyó sudaba copiosamente. El recuerdo de aquellos momentos; las sombras de una infamia que la memoria rechazaba, resistiéndose a volver a aquel espantoso momento, provocaba en él una fuerte tensión emocional. Como para que yo no dudara de lo que me decía, procedió a bajarse los pantalones y dándose vuelta me mostró una enorme y repugnante cicatriz en las nalgas.

Estoy acostumbrado a conocer casos y a tratar situaciones donde la sordidez y la vileza son una constante. Pero aquella prueba de crueldad inútil, de miseria y cobardía; de desprecio hacia elementales derechos y de absoluta negación de la dignidad humana, provocó en mí un arrebato de ira. Al día siguiente llevé a Labana donde el Fiscal General de La República. En la propia oficina de éste, ante la mirada sorprendida del máximo garante de la legalidad democrática ¾tal como lo consagra la retórica constitucional¾, obligué a Labana a que exhibiera el tatuaje de la tortura. Antonio José Lozada, para entonces Fiscal General, no pudo contener una exclamación de sorpresa y desagrado y dio instrucciones para que de inmediato fuera investigada la denuncia. Sólo que cuando el ofendido volvió a la Fiscalía, esta vez solo, y trató de declarar sobre las humillaciones y violencias de que había sido objeto, se le dijo que lo hiciera en otra oportunidad. Que por ahora únicamente interesaba su testimonio sobre Pasquier y Malaver.

EL testimonio de Labana no se podía perder. La reacción de la Fiscalía demostraba que el tema no le interesaba. Soslayarlo, sin negar abiertamente la investigación, era una política en la cual el Despacho tenía sobrada experiencia. La acusación de Labana era clara, rotunda; no dejaba oportunidad para la duda. Y era comprometedora. Una vez iniciada la investigación había que citar a las personas a las cuales Labana acusaba abiertamente. Labana daba nombres, grados, posiciones, lugares, fechas; citaba a otros presos que estuvieron recluidos con él. Había la constancia de que se le llevó a Urica, entre otras razones porque sus familiares lo vieron allí; y estaba la expulsión de hecho del país, el pasaporte sacado en Barquisimeto. Luego estaban las huellas del tormento.


Una curiosa y celestinesca doctrina investigativa asignaba a las marcas de la tortura importancia decisiva. Frente a esta posición yo había sostenido en numerosas ocasiones que las huellas se borraban con facilidad, desaparecían con el tiempo, bien porque los exámenes eran realizados con tardanza, o bien porque los torturadores habían mejorado sus métodos: golpeaban en las partes blandas del cuerpo, se protegían las manos con guantes, en fin, habían alcanzado un alto grado de refinamiento. Con Labana esa teoría se hallaba en aprietos. Las Huellas en su cuerpo, pese al tiempo transcurrido, eran imborrables. Surgían como una implacable acusación contra los verdugos. Pero también contra el régimen.

Además, Labana podía ser detenido de nuevo en cualquier momento. La represión no conocía para entonces fronteras. Las denuncias sobre la “desaparición” de ciudadanos continuaban produciéndose. Todo esto me indujo a considerar que había que garantizar, en alguna forma, el testimonio de Labana. Debía quedar constancia de lo que había sucedido. Fundamentalmente para el caso de repetirse su detención. De esta forma se podría dar la alerta acerca de los riesgos que corría su vida. Esta previsión estuvo inicialmente presente en la búsqueda de una fórmula que salvaguardara la seguridad de Labana. Nada más indicado que una grabación. Su valor, desde el punto de vista legal, era escaso; mejor dicho, nulo. Pero su valor político era innegable. Grabar la voz de Labana, recoger todo el relato y agregar al expediente algunas fotos, conformaba una pieza importante a la cual se podía recurrir en un momento dado. Así nació la idea del reportaje a Efraín Labana.


EL segundo paso consistió en encontrar quién hiciera la grabación. No se trataba de una grabación cualquiera. El material obligaba a definiciones políticas muy claras. Pero era indispensable también un conocimiento a fondo del oficio. De lo contrario, el testimonio podía perder valor, calidad e impacto. Una grabación monótona, lineal, efectuada de manera pasiva, podría convertirse en una simple acumulación de datos y de anécdotas. Era indispensable que la exposición no perdiera vivacidad, que fuera captada la espontaneidad del narrador. Que no se manipulara al personaje ni se lo forzara a situaciones truculentas que restaran naturalidad al relato y que, al mismo tiempo, no se incurriera en los riesgos de un trabajo mecánico.

No vacilé en la escogencia. Hablé con Freddy Balzán, quien de inmediato aceptó. Balzán reunía las dos condiciones requeridas: una clara posición política y capacidad profesional. Como militante político es un hombre comprometido con la lucha popular. Como profesional es un reportero radial de primera: activo, diligente. Todo el día está en la calle recabando informaciones, llegando a todas partes. Igual hace la crónica política que levanta una encuesta en una barriada popular. No es un recogedor de noticias; busca la información y la trabaja con pasión, presentando sus distintos ángulos.

Los primeros encuentros no se hicieron esperar. En sus horas libres Balzán instalaba la grabadora en mi casa, mientras Labana avanzaba en su narración. Fue una labor apasionante que culminó al cabo de varios días. En ella Labana ratificó sus denuncias, con la misma serenidad y firmeza con que las había expuesto en anteriores oportunidades. El clima que envolvía al relato, una vez grabado éste en su totalidad, era de increíble coherencia y tensión. Todo aquel recuento de sufrimientos y arbitrariedades fue expresado de manera impecable, escueta, sin falsas entonaciones, sin arreglos, sin alardes emocionales.

De pronto un hombre decide contar los atropellos de que había sido objeto. Sin que su voz se altere; con una voz atemperada en el martirio. Entonces empieza muy lentamente. Y habla de cuando lo detuvo un agente del SIFA, en el centro de Caracas, y cómo es llevado al SIFA y después a la Digepol y los golpes en uno y otro sitio y la angustia de pasar las navidades en la cárcel y el anuncio de libertad y el envío a Barquisimeto y el viaje a “la tierra donde todo el mundo habla, de donde no se regresa”, y la llegada a El Tocuyo y el enterramiento y la vida que se escapa y la vuelta a la vida y de nuevo la tortura (ahora con fuego) y los personajes que lo rodean, uno que primero lo veja y golpea y después lo cura y los interrogadores y los otros presos y el cumpleaños y Malaver que celebra los dos años de hija y la huelga de hambre y la salida y la expulsión del país.

¿Cuánto tiempo dura todo eso? El lapso comprendido entre el 20 de diciembre de 1965 y el 11 de noviembre de 1966. La fecha de la detención en Caracas y la fecha en que, en horas de la madrugada, Efraín Labana es llevado a Maiquetía por una comisión de SIFA y metido en un avión que lo conduciría a Lima. Trescientos veintiséis días de vejámenes, torturas e incomunicación, interrogatorios, traslados, sin juicio ni defensor, metido en el engranaje de una maquinaria implacable, por momentos brutal o refinada, que violentaba o halagaba según las circunstancias; completamente a la deriva, consciente de su indefensión, movido por resortes extraños dentro de un universo cerrado, de antivalores, capaz de desquiciar la mente mejor dotada y de quebrantar la voluntad más templada.

EL vigor de la narración de Efraín Labana sirvió para ilustrar una conversación sostenida con un grupo de intelectuales latinoamericanos asistente al Congreso que se realizara en Caracas en 1967. La versión oficial de un ambiente de respeto a la dignidad humana y los derechos de los venezolanos que se pretendía acreditar en el ánimo de los asistentes a aquel evento, debía ser rebatida. Una noche se dieron cita en mi casa, entre otros, Vargas Llosa, García Márquez, José Miguel Oviedo, Alberto Zalamea, Angel Rama y numerosos escritores venezolanos. Después de explicar la “otra cara” de la política venezolana, la voz de Labana se dejo oír a través de la grabación. Un silencio tenso, de recogida emotividad, fue el homenaje que rindieron los mejores narradores latinoamericanos presentes a aquel narrador elemental, que contaba su propio drama eliminando todo elemento fabulador, poniendo de relieve las inmensas posibilidades del ser humano implicado en una realidad histórica concreta.

Recuerdo que en el momento de despedirnos, García Márquez comentó: “Es terrible y monstruoso lo que le ha sucedido a este hombre. ¡Qué despreciable es todo esto!”.

La grabación de Labana se ha utilizado en filmaciones, en montajes, y muchas personas que saben de su existencia han pedido escucharla. Alguien sugirió una vez la transcripción. Labana accedió, y una experta taquígrafa se ofreció para hacerla. El trabajo resultó arduo. Había que respetar al máximo el contenido de la narración y la forma expositiva. Esta fue resguardada con celo y diligencia y se acogió con fidelidad la propia sintaxis de la declaración. La lectura del material, tan pronto como estuvo concluido, vino a confirmar su calidad, su valor intrínseco como pieza testimonial.

HA pasado algún tiempo y el clima en que se debatió Labana se mantiene en el país. Hay variantes, pero todas dentro de una línea común de actuación para los factores del sistema. La denuncia sobre sus torturas fue consignada por Labana oportunamente y ante la autoridad competente. Pero ni siquiera se realizó la respectiva investigación. De Andrés Pasquier y Felipe Malaver, vistos por Labana y otros detenidos en El Tocuyo, nada se ha vuelto a saber. Lo cual confirma que en la Venezuela de esta época ¾democrática, con un régimen de derecho y una Constitución que garantiza teóricamente la vida y la seguridad personal de todos los ciudadanos¾ puede “desaparecerse” a unos hombres, previamente detenidos por las autoridades, en número que ya pasa de los 250, sin que medie una investigación o cuando menos una explicación que sirva de elemental consuelo a los familiares que aguardan en la angustia.

Estamos en Presencia ¾no hay duda de ello¾ de una organización para degradar al hombre. Las torturas y todo el procedimiento empleado contra Efraín Labana, un hombre que logró vivir para contar su odisea, revelan los rasgos típicos de una política envilecida, alimentada por el atropello, aplicada a conciencia y manejada con apego a esquemas que juegan hábilmente con la impostura democrática. El relato testimonial de Labana rebasa los límites de la denuncia contra un gobierno: compromete a toda la sociedad; a todo el sistema de valores sobre el cual está montado el actual régimen político y económico venezolano. Él es por sí solo el más rotundo y dramático testimonio contra la alternativa democrático-representativa falseada en sus bases de sustentación, cuando ésta ha devenido en la forma política favorita del neocolonialismo. Contra la democracia ficticia, o “fraudulenta”, para usar el término usado por Puiggros. La democracia representativa como expresión institucional de las miserias del subdesarrollo y de la explotación imperialista tiene fatalmente que corromperse. La contradicción entre la realidad y las formas se hace insostenible, y a la postre se imponen las manifestaciones más opresivas. Entonces sólo quedan en pie, con todo su poder mixtificador, las ficciones de un sistema de libertades en abstracto.

Sartre dijo una vez al tratar el tema de la tortura: “Nosotros nos sentimos fascinados por los abismos de lo inhumano; pero basta un hombre fuerte y obstinado, decidido a cumplir su profesión de hombre, para arrancarnos del vértigo: la tortura no es inhumana; es simplemente un crimen innoble y crapuloso, cometido por hombres y que los demás hombres pueden y deben reprimir. Lo inhumano no existe en ninguna parte, salvo en las pesadillas que engendra el miedo. Y, justamente, el sereno coraje de una víctima, su modestia, su lucidez son los que nos despiertan para desmistificarnos”.

Estas palabras fueron escritas por Sartre hace once años, cuando se torturaba en Argelia. Pero lo mismo pudieran estar referidas al caso de Efraín Labana.

AGREGARÍA finalmente: tengo la convicción de que dentro del sistema no hay justicia. Todo, todo lo ocurrido en Venezuela antes del 23 de enero y después del 23 de enero, durante una dictadura militar tradicional y en un régimen democrático, confirma esta apreciación. Expresada, desde luego, sin pesimismo. Consciente de que esta certidumbre clarificadora contribuya a la búsqueda de alternativas correctas.

Es inútil pedir justicia para estas víctimas, para las víctimas que el sistema desprecia.

Caracas, septiembre de 1969.


JOSÉ VICENTE RANGEL

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